EN EL AIRE
EVOLUCIÓN
MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO
ABC, 8-8-2008
EVOLUCIÓN
MÓNICA FERNÁNDEZ-ACEYTUNO
ABC, 8-8-2008
NOSTALGIA DE ARENA
La primera voz que recuerdo ha-
ber escuchado en mi vida es la
voz de mi padre: “¡Niños, tapa-
s, que llega el síroco!”. Un segundo
después, mis hermanos y yo éramos
unos ovillos en el asiento trasero de un
Jeep,la cabeza entre las rodillas, es-
randa un ruido que todavía no he
olvídado: el golpear de la arena con-
tra la lona que nos tapaba, el sonido
del siroco: esa mezcla de viento y de
arena que despertó mi oído.
Y mi vista: puedo ver, casi como si lo
viera ahora, el naranja y el verde
de un albornoz a rayas. Y un cubo lleno de agua de mar y de almejas vivas, con los sifones fuera, dándose un banquete de
plancton secuestrado mientras una
langosta paseaba por la mesa de la cocina.
Las olas de la playa de la Sarga, y
mi abuela Mary pescando bailas -lu-
nas- tan sólo con una liña, es lo úl-
no que recuerdo del Sáhara. Todo
demás vive en la memoria de mi
madre, y estuvo en la de Mary cuan-
recordaba los días del año treinta
tres en los que descansaron en su
casa Charles Lindbergh y su mujer,
Anne, durante ese viaje que empren-
dieran alrededor del Atlántico para
distraerse después de la desapari-
ción de su hijo. Recorrieron la costa
africana con su hidroavión Tingmis-
sarrtoq, cuyo significado en lengua
esquimal es: “el que vuela como un
pájaro”.
No son mis recuerdos: son los de
mi padre en sus novelas y sus libros
sobre el Sáhara, donde compara el si-
roco con una de esas plagas de langosta
gregaria que es la peor calamidad
para los nómadas del desierto porque
engulle, en cuestión de segundos, todo
el alimento vegetal de su ganado.
Como el siroco, suben los enjambres de langosta
en espiral hasta los cielos y bajan a
ras de tierra al atardecer; es entonces
cuando pierden violencia, y se distiende
el siroco en nubes de finísimo grano
no; y la langosta, en plaga que se cal-
ma con el ocaso. Los nómadas, antes
de viajar hacia cualquier lugar que
los aleje de las zonas castigadas, per-
siguen, cazan y se apoderan a esa ho-
ra de todas las langostas que pueden,
y se las comen después de asarlas so-
bre unas brasas.
No soy yo la que habla de la “haba-
ra” -la avutarda- de las tierras cubiertas
con gramíneas. Ni del avestruz,
o de las tórtolas, tan abundantes
que, a las horas de calor sofocante se
arraciman bajo la sombra de una “tal-
ha”, un árbol que crece en el Sáhara
inclinado por la acción del viento do-
minante norte-sur. Con su madera los
saharauis hacen enseres y aperos de
labranza, y también la utilizan para
leña, y para la sombra y el descanso
que comparten con las tórtolas.
No he visto en mi vida esa gran co-
lonia de foca monje que vive en la cos-
ta atlántica del desierto, a pocos kiló-
metros de La Agüera, en la zona de
las cuevecillas, donde nacen a oscu-
ras las crías negras con un medallón
blanco en el vientre. Desde el cantil,
se contempla un paisaje impresionan-
te de desierto y de playa, de focas que
toman el sol todo el día, o se bañan en
el mar, o pescan.
No he vuelto al Sáhara, ni creo
que vuelva nunca; ya sólo me quedan
las palabras de mi padre, y una
nostalgia que aparece cada vez que oi-
go de noche la lluvia golpeando el
pasto. Como si fuera arena .
Mónica Fernández-Aceytuno
Blanco y Negro 21-3-1999
Fondo de Artículos de
www.aceytuno.com