Los vencejos, los pájaros que duermen en el aire, hoy…
LA COPIA
LA COPIA
Esta mañana entró por la ventana un rayo de sol lleno de puntos que brillaban en el aire. Me imagino que para poder ver estas partículas dentro del rayo tienen que coincidir la hora, el lugar, el aire iluminado, y quizá también el carácter único de ese rayo que no volverá nunca; porque, a veces, a la misma hora, y en el mismo lugar, con el mismo aire, otros rayos de sol llegaron vacíos como el poema forzado, llenos de la nada como la copia de una melodía: sin estrellas por dentro.
En realidad, las copia, empezando por las de las propias estrellas, tienen siempre algo de triste; como esas estrellas de los decorados que son todas blancas sobre un cielo azul oscuro porque alguien se ha olvidado de que no todas las estrellas son blancas como Sirio, que también hay en la noche estrellas de colores: a simple vista Aldebarán es anaranjada, y Vega es azul, y Antares es roja.
Pero no siempre es el color lo que le falta a la copia, sino la voz a la que se ha renunciado, porque la imitación tiene siempre ese carácter invasor de las zarzas y los frambuesos. El caso más claro es el del estornino pinto –Sturnus vulgaris- en cuyo canto puede uno encontrar de todo menos el canto propio: se ha podido grabar la voz de un estornino que cantaba como un gallo por la mañana, y como un mirlo enamorado, y como un gorrión en la calle, y como una cigüeña crotoreando en el campanario; un sonido detrás de otro, todo en una misma estrofa, de sólo quince segundos. Y todas estas voces son voces copiadas para el resto de su vida porque el estornino incorpora para siempre los sonidos que escucha, que oye con atención, antes de echarse a volar desde el nido. Mientras emite su parloteo, agita las alas más de la cuenta en algunos momentos de esa sucesión de cantos ajenos, como hace un actor al que el papel le queda grande.
Es cierto que las alondras imitan el silbido del pastor a sus perros, o que el arrendajo, el cuervo con azul en las plumas, ese pájaro que, al guardar las bellotas de los robles bajo tierra, se ha convertido en el mejor repoblador de los bosques, pues bien: el arrendajo es capaz de repetir, del susto, el chasquido de un disparo de escopeta; pero sólo el estornino se atreve a llevar el trino sostenido de la alondra a la ciudad, el canto de la oropéndola al invierno.
Hay una historia que vive en mi memoria hace tiempo, es decir: no recuerdo casi nada; acerca del inventor de los patines de ruedas. Si mi memoria no me engaña, que suele hacerlo, el creador de tal prodigio no patentó su sueño, y como, además de soñadores en el mundo, hay quien tiene siempre los pies en la tierra, fue otro señor, ¿señor?, el que se quedó con la idea; con la copia, claro.
Y cada vez que veo una copia navegando por el aire me digo lo mismo que cuando oigo a un pájaro imitar desde la ciudad el canto de la alondra; lo mismo que debió decirse a sí mismo el inventor de los patines en su pobreza: le falta el alma, le falta el alma.
Lugar de la Vida
Blanco y Negro
16 de Mayo, 1999
Mónica Férnandez-Aceytuno
Aceytuno.com
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