Ha llovido tanto, y hay tanto arroyo nuevo de agua pura, que pudimos observar ayer, a lo largo de varios metros, esta puesta de sapo.
Mónica Fernández-Aceytuno
Mónica Fernández-Aceytuno
Conferencia de Mónica Fernández-Aceytuno en el Casino de Madrid el jueves 28 de febrero de 2013
La hoja en blanco más hermosa que existe es la tierra.
En la invitación para esta conferencia pone, bajo mi nombre, escritora de la Naturaleza, pero en realidad soy escritora no de, sino para la Naturaleza porque soy su empleada y ella, a cambio de mi trabajo, me paga, mucho menos de lo que yo quisiera, pero me paga en frases, y con la calderilla de las palabras.
¿En qué consiste este trabajo?
Voy a tratar de explicarlo con esto, una hoja en blanco, esa tierra sin vida.
Aunque se trate de una tierra muy oscura, por estar hecha con el humus de los siglos, la hoja en blanco más hermosa que existe es la tierra.
Los campesinos, además, aran la tierra primero con el tractor y luego con el azadón van desmenuzando los terrones hasta dejarlos como la harina. Dan ganas de tumbarse en las huertas, sobre la tierra, cuando están esperando las verduras, de lo fina que dejan la tierra. Después hacen otra vez unos surcos y colocan tumbadas unas coles, con cuatro hojas, y al día siguiente, aunque no llueva, ni nadie las riegue, tan sólo con el rocío de la noche, aparecen las coles como si llevaran allí semanas, erguidas, presas de la tierra.
El maíz lo siembran con unos cubos de colores. O al menos así lo hacían antes de que llegara la máquina sembradora que da un maíz cuadriculado, perfecto, es decir: falto de vida. Los cubos suelen ser azules y de lejos se ve a las familias, andando cada uno de sus miembros, de todas las edades, por un carrero a pasitos muy cortos y en cada paso dejan caer un grano de maíz que en cuatro meses, del tiempo que va de abril a verano, es más alto que ellos. Al maizal no sólo se le ve crecer sino que se le oye porque según medra, las hojas empiezan a rozar unas con otras y acaban dando un murmullo al aire y ya no se callan siquiera cuando están secas y hacen con ellas colchones que siguen dando ese mismo ruido murmurador, del aire en el campo, mientras duermes.
Si es hierba de tres cortes lo que siembran la lanzan al aire, y la dejan caer como una lluvia, y luego, incluso sin lluvia, germina la hierba que al final crece tanto que acaba encamada, tumbada por el agua, despeinada, si finalmente llueve.
La hoja en blanco es como una de estas huertas, de estos campos, de estas leiras. Tú estás delante de ella y te dices que vas a darle vida y pones las palabras de la Naturaleza más bonitas que se te ocurren, o las de ese saco de semillas que es el diccionario, una palabra tras otra y sin embargo, no sale nada.
Mi madre suele decir que la tabla de la plancha es su despacho; el mío, durante muchos años, fue la cocina de mi casa en Carraceda. No era un mal despacho. Sobre una mesa de castaño, pasaron toda suerte de artilugios, a cual más moderno, para escribir, mientras yo seguía allí, sentada junto al radiador, en una esquina, mirando dos ventanas por las que daba el sol por la mañana, si salía, o la manera en la que golpeaba la lluvia las hojas de unas camelias muy grandes que me regalaron tras el derribo de una casa que las tenía en su jardín, dos camelias donde lo más hermoso no son las flores, o eso me parece a mí ahora al cabo de los años, sino las hojas, de un verde muy oscuro, de estanque en la umbría, mientras el agua de la lluvia las golpea. Llegaron las camelias en camiones porque eran tan grandes que hubo que plantarlas con la pluma de una grúa y a mi hijo mayor le impresionó tanto ver el árbol en lo alto del cielo, como una nube verde, que hizo unos dibujos que aún conservo por algún cajón.
Trataba de hacer yo sobre esa mesa una suerte de experimento como el que realizara Stanley Miller no en su cocina, sino en un laboratorio de la Universidad de Chicago, en 1953, para obtener la vida. Quería con su experimento recuperar la idea de Oparín de la sopa primitiva. Diseñó un aparato en el que sometió a unas condiciones parecidas a las de la atmósfera primitiva, con descargas eléctricas y elevadas temperaturas, a una serie de elementos inorgánicos. De alguna manera tuvo éxito porque obtuvo aminoácidos, los ladrillos de la vida, es decir: ladrillos sin vida. Es decir: nada vivo.
Algo parecido le sucede al escritor de la Naturaleza, puede irle más o menos bien, salvar al menos la dignidad, poniendo una tras otra las palabras que designan la vida pero ¿obtiene vida? ¿Obtiene Naturaleza?
No.
¿Qué hace entonces el campesino sobre la tierra que no hace el escritor sobre la hoja en blanco?
Soñar.
“No me sueñes, que me despiertas, dicen las semillas”
Está comprobado que no se puede vivir sin dormir, y probablemente tampoco se puede vivir sin soñar. Pienso que nada sale bien si antes no se ha imaginado, soñado de alguna manera. Es como si fuera un requisito imprescindible para dar vida a la Naturaleza sobre el papel: imaginar, soñar, para que luego lo escrito sea real con algo más que la realidad tal cual se nos presenta.
El campesino sueña la cosecha mientras la está sembrando, la anticipa en su cabeza y eso, de alguna manera, hace que germine, o que germine de otra manera que si lo hubiera hecho la máquina sembradora, porque salieron volando como pájaros las semillas de sus manos.
Así, nada que no haya sido pensado, soñado, merece la pena escribirse. Al menos la literatura de la Naturaleza, a mi parecer, hay que soñarla como soñamos la vida para que salga algo de las palabras.
Además, no se puede ir a por ella, no puede sentarse uno y pensar que aparecerá si le ponemos voluntad, porque hay que pensarla dormida, o soñarla despierta.
En la escritura de la Naturaleza no vale echar migas a los pájaros.
Quiero decir que si yo pusiera migas cada día en el alféizar de la ventana y acabaran viniendo los pájaros, eso no sería Naturaleza, porque es algo que yo estoy haciendo para que suceda otra cosa, y no vale porque sería algo deliberado, artificial y artificioso, es decir, algo que nada tendría que ver con la Naturaleza. Pero si yo sacudo el mantel, no pensando en dar de comer a los pájaros, sino porque lo hago sin pensar cada día, sin ninguna voluntad de ir a por ello, y al final acaba viendo un petirrojo como el de Emily Dickinson, y que yo no esperaba; o viene un vecino mío como José do Corvo y me ayuda a plantar unos baceles para que crezca una parra que me de sombra en verano y al final vienen los mirlos a comer las uvas en sus racimos, que las dejan como las cerezas colgando del rabillo, o bajan a comer las que se caen sobre la mesa porque se la sirve la gravedad en bandeja y más tarde, aparecen los verderones en invierno a comer las uvas pasas que no se vendimiaron… al no ser nada de eso intencionadamente buscado por mí, entonces es Naturaleza pura, espontánea, aunque provenga de nuestras manos, pero entonces nuestras manos empiezan a parecerse a las de los campesinos cuando echan a volar, soñando con la cosecha, las semillas.
Las palabras de la Naturaleza, no puedes ir a buscarlas porque correrías el riesgo de caer por el peor de los precipicios, el más profundo y del que ya no saldrías jamás, que es el precipicio de la cursilería, o convertirías tu hoja en blanco en un cementerio lleno de flores, de flores sobre un lugar sin vida. Saldrían volando las palabras como las palomas torcaces en el campo de al lado cuando abro la puerta, si fuera a buscarlas, y ya no tendrían vida cuando las encontrara, no serían Naturaleza.
Tienen las palabras que surgir espontáneamente en el pensamiento. Y sin ponerte a escribir.
Decía Picasso que “La inspiración existe, pero tiene que encontrarte trabajando.”
En la literatura de la Naturaleza es todo lo contrario, la inspiración existe pero tiene que encontrarte con la página en blanco, sin trabajar, en el campo.
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Continuará…
Mi afectuoso saludo y hasta mañana,
Mónica
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FOTO: Mónica Fernández-Aceytuno el verano pasado en su despacho (Septiembre, 2012) sobre un banco de tablones de cedro colgado del techo de las cuadras, obra del carpintero Sergio Boado.
AUTOR DE LA IMAGEN: Berto