Los muertos, ya se sabe, no hablan ni protestan. Pero…
Lugar de la vida
Es curioso que justo hoy hubiera decido empezar a escribir un libro de la vida que hemos llevado durante veinte años en Carraceda.
Mi buena amiga del Congo, Ariadna, me insistió cenando hace poco; y hoy, inesperadamente, se me abrieron de par en par las puertas para iniciar este relato que no me atrevo a llamar novela.
Lo que os adelanto, no es más que algo que empecé a escribir y que dejé a medias, detenida por la vergüenza de contar mi propia vida.
Pero hoy, animada por mi amiga, y por ese valor que dan las dificultades, he decidido comenzar la escritura del libro, aunque lo que aquí vayáis viendo no sean más que los borradores, una suerte de papeles en sucio, apuntes todavía sin pasar a limpio.
Ojalá me sigáis en este camino que hoy iniciamos juntos.
Por cierto, ni siquiera tengo título, y como por aquí todo son lugares, lo he titulado, también provisionalmente, “Lugar de la vida”.
Y esto que váis a leer, no es más que un papel que voy a romper, como tantos otros, en pedazos, aunque quizás salve alguna frase.
Un fuerte abrazo para todos,
Mónica
LUGAR DE LA VIDA. CAPÍTULO I. LA DECISIÓN.
Por qué un día te despiertas y no aceptas lo que tienes delante. No lo sé. A mí me pasó hace veintitrés años.
Lo recuerdo como si fuera hoy mismo, porque pertenece este recuerdo a ese lugar del cerebro donde guardas esos momentos insignificantes que marcan el resto de tu vida.
Y ese día, ¿qué día haría?, eso sí que es raro que no pueda decirlo ahora, ya que casi toda mi biografía está señalada por el tiempo cronológico y meteorológico, del desierto a la lluvia, así como por la Naturaleza. Claro que, antes de seguir, tendría que decir que yo venía de Alaska. Venía de ver la nieve y la primavera y el verano y el otoño en sólo cuatro meses de los seis que estuvimos viviendo en uno de los paisajes más hermosos de la Tierra. ¿Fue por el contraste de lo que encontré al volver y que era exactamente lo que había dejado? ¿Cómo es posible que el mismo sitio en el que me encontraba tan a gusto antes de irnos pareciera transformarse tanto? como si el lugar en el que habías estado se hubiera ido. Eso pensaba mientras miraba esa meseta desarbolada del extrarradio madrileño por donde caía la sequedad de las cárcavas excavadas por la lluvia, y que divisaba al fondo al despertarme.
Traté de tapar esa vista con el jardín de mi chalet adosado, ya que mi principal afán jardinero consistía precisamente en eso: taparlo todo. Tapar la pared con glicinia y ampelosis, tapar con arizónicas la vista del chalet de al lado, tapar con velo de novia, que así se llama una planta que se considera invasora, cuanto más invasora más me gustaba; tapar, decía, el balcón de mi habitación para no ver al vecino de enfrente. Todo lo que no había supuesto ningún problema antes de irnos, tras pasar unos inocentes meses en Alaska, empezó a angustiarme lo suficiente como para pronunciar en voz alta la frase que nos cambió la vida: “Nos vamos”. ¿Y el trabajo? ¿Y la casa? ¿Y los niños? Todo podía solventarse, excepto una cosa: quedarse. No era mala vida. Pero sólo teníamos una y yo al menos, aún no me explico muy bien por qué, no quise vivirla de esa manera.
El lugar al que nos fuimos tuvo que ver con el vuelo de una garza, otra de esas decisiones sin importancia que te cambian la vida. Pero eso, lo contaré otro día.
¡¡¡¡Maravilloso Mónica!, (cómo todo lo que escribes).
Te animo a que retomes este proyecto, seguro que si ha vuelto a ti ahora, después de veintitrés años, es porque sin duda es el momento perfecto para continuar con él.
Me ha encantado leerlo, ¡gracias por compartirlo con nosotros!
¡Ánimo!, seguro que saldrá algo maravilloso..
Un saludo. Ana García
Muchísimas gracias Ana.
¡Un abrazo!
Mónica