m. Pajarillo de tonos tan discretos que pasa desapercibido en…
manantial.
m. Lugar donde nacen y brotan las aguas.
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A la huerta se bajaba por unas escaleras muy estrechas.
Antes, abrías la puerta que daba a la calle, con su acera y su carretera y sus coches que pasaban, una puerta metálica sobre un muro blanco, enmarcada toda de añiles y con una cuerda que colgaba y que estaba allí para que tirases y abrieras desde fuera la puerta de la huerta, y vieras todo el verdor desde arriba: las copas de los árboles, la fuente, los caparrones, la chopera, el Najerilla, todo parecía al revés: arriba el infierno, abajo el paraíso.
Según bajabas por la escalera, iba descendiendo contigo la temperatura, medio grado por escalón, y dejabas atrás el sofocante mediodía riojano, y te acercabas a la tierra por donde siempre corre el agua, la tierra bendita, cantando en cada lugar una canción distinta.
Lo primero que se oía, era el ruido vidrioso del agua que chocaba contra el vino puesto a enfriar en la fuente, junto a unos culantrillos que vivían entre las dos paredes del manantial, como poemas escritos entre paréntesis.
Ahora me parece mentira que se pudiera oír el agua por encima de todas las voces y de todos los ruidos, teniendo en cuenta que había también en la huerta una piscina, a la que nosotros nos dirigíamos, como nómadas de un desierto interminable, con el bañador ya puesto, y la toalla al hombro. Pero, es cierto, por encima de todo y de todos, se oía el agua, la fuente, las acequias, el río y, hasta el rumor de las hojas de los árboles, repetía el ruido del líquido que bebieron por sus raíces.
Mónica Fernández-Aceytuno
De “La huerta”
Blanco y Negro
aceytuno.com