f. Zarza o zarzamora.
mondar.
Separar la hebra roja o pistilo con tres estigmas del azafrán (Crocus sativus) del resto de la flor. A esta tarea de separar el brin o pistilo del azafrán también se le llama desbrinar y esbrinar.
LA FLOR OLVIDADA
Siempre se queda alguna rosa en el cesto. A oscuras. Cerca de la azada, o en la despensa, al lado de esas patatas que echan en primavera ojos, hijos, raíces blancas que parecen estar pidiendo la tierra, como piden las cebollas desde una cocina, el cielo, con un tallo verde que se dirige hacia la ventana, hacia un paisaje sin sartenes en las paredes.
Es la rosa olvidada de los azafraneros. Se quejan del verano, cuyos días fueron secos en Consuegra, Toledo, por lo que dedujeron que este año el día del manto, el día en que las cebollas del azafrán, que no son más grandes que una avellana, florecen, no caería antes del 20 de octubre. Tal vez hacia el 24 o 25 empezarían a recolectar las primeras rosas, al amanecer, tanto si llueve como si no; y despues a casa, a pelar, a mondar la rosa y quitarle los estilos, las briznas o los clavos que después se tuestan, y así hasta la madrugada, porque la rosa es delicada, y hay que recogerla, no se puede dejar toda la noche en el campo, que la noche puede dar un golpe a la rosa; y tampoco se puede dejar sin mondar, porque el tiempo, al pasar, también golpea. Dice Vicente Lozano Tapetado, y así lo dice, que da mucha obligación la rosa.
El bulbo, la cebolla del azafrán, se planta en mayo, haciendo hileras que dejan caminos para los pies de los azafraneros, y allí pasa la cebolla cuatro años enterrada, echando tallos y flores y hojas, más hojas en los años lluviosos, casi siempre las hojas después de las flores, y así hasta que echa tantos hijos, y tantas camisas la madre, que hay que desenterrarla, limpiarla, y plantarla de nuevo. Al mismo tiempo, quizás ahora, en que se está llenando una fanega o un celemín de lilas y de morados en pleno otoño, o quizás un poco más tarde por la falta del jugo de la tierra, la cebolla que no se planta, que se quedó en la despensa, echa tallo y echa hojas, aunque no tenga el día y la noche, ni la luna llena, ni las estrellas del invierno entrando por el este; y florece alejada del sol y de la lluvia, como si pudiera contar, como un preso contando sus días, las vueltas que da el mundo. Después muere.
Tal vez es el frío, que se cuela por todas partes, el que empuja a salir estas flores, quién sabe, cuando analizamos las razones de la vida, siempre hay algo que se nos escapa. Aún me asombra que células tan parecidas dentro de la misma cebolla, todas con el mismo material genético, como cada una de nuestras células, tengan misiones tan distintas, y den un tallo, o una flor, o una hoja; que todos los seres vivos estemos integrados por moléculas inanimadas que, una a una, se ajustan a las leyes de la física y de la química, las mismas que rigen el comportamiento de la materia inerte, pero que dentro de nosotros, juntas, posean ese atributo de la vida que jamás poseerá una roca.
De ahí que esos datos sobre el precio que el azafrán alcanzará este año, o sobre esas ciento veinte, o ciento cuarenta mil flores que se precisan para un kilo de azafrán seco, no me llamen tanto la atención como lo que sucederá con esas cebollas olvidadas en un cesto que, sin tierra y sin sol y sin nada, sólo con la vida que les queda, se deshacen floreciendo en la oscuridad, y dando azafrán para nadie.