Calentar el sol de más. ***** En general, para las…
Gide
No he sabido nada de André Gide hasta que compré su libro hace unos días para ir al Congo.
Salimos en unos minutos con el equipaje más extraño que he hecho en mi vida. Llevamos de todo. Y mucho “por si acaso”.
Entre los libros, el Asimil de francés que me recomendó mi querida consuegra Michèle, y el “Viaje al Congo” de André Gide.
Me late el corazón de una manera extraña. Este viaje me emociona muchísimo, como si fuera al mismo corazón de la Naturaleza desde donde, por una fuerza centífruga, se hubiera expandido todo.
El libro de Gide me está encantando, no sólo por cómo está escrito, con una traducción impecable de Marta Latorre, sino porque por vez primera leo a un escritor que describe la Naturaleza con la mayor precisión de la que en ese momento, para él, es posible, deletreando, como él dice, el paisaje.
Cuando estás en un lugar en el que no eres capaz de nombrar a un pájaro, un insecto, un pez, un árbol, te sientes verdaderamente analfabeto, porque de la misma manera que no saber leer te priva de una buena parte del conocimiento, así también, desconocer los nombres de las especies que estás observando, te priva de comprender e interpretar el paisaje.
Y aún así nombra Gide a muchas especies, incluso con sus nombres científicos, como si se hubiera preocupado de estudiarlas de antemano.
En algunos momentos me recuerda Gide a Nabokov, en su afán por cazar mariposas, que a falta de nombres, describe con todos sus colores, o las asemeja a las conocidas por él anteriormente, ¡y cuán vasto es su conocimiento!
Me asombra que un escritor, premio Nobel como él, tuviera esa sabiduría de la Naturaleza.
Ya sólo por este libro de Gide, el Congo está siendo para mí todo un descubrimiento.
Cierro apresuradamente este artículo porque lo último que quisiera es perder el avión que nos lleva primero a Estambul y luego a Kinshasa, no sin antes dejar aquí la recomendación de este maravilloso libro de André Gide, “Viaje al Congo”, de Ediciones Península, en el que leemos:
“Llegamos a una zona más baja, inundada; el agua oscura hace que la bóveda parezca más profunda; un árbol con un tronco gigantesco ensancha su base; y mientras nos acercamos a él, un canto de pájaro surge de las profundidades de la sombra, lejano, cargado de sombra, de toda la sombra de la selva. Su grito prolongado tiene un extraño descenso cromático”.
Mónica Fernández-Aceytuno