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Miguel Delibes
Yo no puedo ver un roble sin acordarme de Miguel Delibes. Como si sus palabras se hubieran quedado grabadas en la corteza de mi pensamiento, no he podido olvidar lo que me dijo: “Sin los robles, nos moriríamos”.
Desde entonces, los robles son mis árboles más queridos. En realidad, las especies valen todas lo mismo, pero la especie sobre la que alguien pone una vez sus ojos, para luego hablar de ella de una manera inolvidable, o la describe para los demás en letras de molde: aulaga, perdiz, azulón, engañapastores, robles, adquieren, por haber sido dichas de verdad, un valor incalculable.
Puede que esa verdad sea lo más valioso de la Naturaleza. Quiero decir que la Naturaleza no valdría nada si nadie se fijara en ella, si no existieran personas que al estar en el campo tomaron nota con el alma y el pensamiento. El científico, que cree saberlo todo, se queda, aunque no lo sepa, en la superficie. En realidad, no se entera del todo. Le falta la literatura de la Naturaleza. Puede que esa literatura, de la que Miguel Delibes es maestro, sea aún más científica porque consigue aprehender lo que a otros, por mucho que estudien o que pasen horas contemplando el paisaje, se les escapa. Es como si el alma viniera ya así al mundo, con el encargo de apuntar lo que existe, lo que es verdad, lo que merece la pena, para que no se vaya todo del todo. Lejos de ser un don, es una dulce condena, una vida sacrificada a tomar nota de la vida. Por eso, con Miguel Delibes, todos estamos en deuda.
Anochece en este instante sobre un cielo despejado. Hay mirlos cantando a oscuras en un frutal florecido de blanco. Pero el viento está moviendo las ramas, uno de esos vientos fríos del Norte que se llevan, de un soplo, la vida de la Tierra.
Mónica Fernández-Aceytuno
ABC, 12-3-201O