Lo más cerca que tenía hasta ahora Nueva Orleáns era…
Anónimo
Iba buscando un regalo cuando entré en una tienda efímera.
Quedaban los tristes adornos de la Navidad cuando se ha ido, bolas rojas polvorientas, ramas de abeto seco, como si el año nuevo no hubiera llegado.
Estas tiendas, Pop-Up Stores las llaman, recuerdan un poco a las fugas de tempero de las aves cuando una ola de frío las va empujando hacia tierras donde no suelen ir puesto que ya estaban invernando en otra, pero donde se refugian por unos días para volver a su lugar de invernada en cuanto las cosas se calman, porque estas tiendas son ahora un poco así, al venir y marcharse con los días más fríos.
Las fugas que protagonizan las avefrías podremos observarlas con toda probabilidad esta semana cuando aparezcan las avefrías a miles por los campos, con sus plumas irisadas de verdes y su penacho de plumas en la cabeza. En vuelo, son también muy bonitas, blancas y negras; y al hacerse de noche, es como si no durmieran, o se quejaran del frío, porque maúllan como gatos. Al cabo de unos días suelen marcharse. Lo más raro que he visto yo con estas fugas de tempero fue unos zarapitos reales de picos muy largos a la orilla de la cuneta, como venidos de Siberia, que es de donde viene un frío que ni imaginamos, o que hemos imaginado leyendo literatura rusa, pero que jamás hemos sentido como estas aves que emprenden el vuelo con el viento y con el frío igual que las páginas sueltas de una novela sobre un invernal sembrado.
No es que hiciera un frío siberiano en la tienda, pero hacía el suficiente como para que las personas atendieran con abrigo y mitones, algunas señoras con gorro de lana, y un café caliente en las manos. A pesar de las estufas eléctricas de resistencia incandescente roja, tenía aquel lugar la frialdad de una de esas tiendas que están vacías, y por las que has pasado por delante mil veces hasta que ha quebrado y, entonces, entras.
Te llama la atención lo que no se veía desde la puerta, la trastienda, que es siempre un mundo aparte, la otra cara de la moneda, porque aquí no hace falta que todo sea bonito, sino que se amontona en un espacio lleno de cosas que no vemos pero que pasan, como el agua por una cañería del techo, y alguna humedad que no se pinta porque es de la trastienda.
La profundidad que tenía en este caso resultaba curiosa, así como la oportunidad de ver el patio del edificio de al lado, recién remodelado, lo cual hacía que la tienda se viera tan vieja como un zapato usado al lado de uno nuevo. Di vueltas por el recinto buscando regalar algo a mi amiga Ariadna, antes de que volviera a África, pero todo era ropa de invierno y lo que era un bolso o un collar, tenían un no sé qué de desangelado, de frialdad usada, por lo que no me decidí por nada y cuando iba a salir de la tienda, me abordó un señor que parecía un chico, o más bien un chico que parecía un señor, la cara y el abrigo muy claros, grises, una bufanda al cuello que le envejecía, como de haber pasado mucho frío escribiendo, y los ojos muy azules. Me ofrecía su libro editado por él mismo.
Me acordé de mi padre cuando el fin de semana tuvimos la conversación más larga de nuestra vida. Al ser tantos hermanos y mi padre haber estado tan ocupado, nunca habíamos tenido la ocasión de hablar todo seguido nosotros solos.
Hacía sol, era domingo, y mi madre no se encontraba bien por lo que la dejamos en casa con mi marido. Esto no siempre es fácil pues mi padre es el árbol que da sombra a mi madre, y mi madre la sombra que le acompaña bajo el sol a todas partes, también por la casa.
Salimos del portal y al doblar la esquina de la calle, volvimos un momento la cabeza para comprobar que no venía nadie detrás, y entonces empezamos a caminar del brazo a pasitos cortos con la felicidad de dos fugitivos. Sólo nos deteníamos para saludar a algún conocido y que mi padre presumiera un poco: “He dejado a Cuqui en casa”, riendo igual que un niño que no ha ido a clase.
Tras sacar dinero en el cajero del banco, divisó el sol en Rosales, y hacia allí nos encaminamos hasta ver una mesa y dos sillones que parecían estar hechos para nosotros. “¿Quieres que nos sentemos y tomamos algo?” Un café, por favor. “Póngame a mí otro” dijo al camarero mi padre, y bajo el sol de este invierno charlamos media hora de libros.
Me habló, no sin tristeza, de lo perezoso que se había vuelto para escribir, y de sus cosas; también, riéndose, de cómo hacía en la feria para vender libros. El truco, me dijo, es no estar sentado, si no de pie, porque así se acercaba más mi padre al que estaba hojeando su libro, para decirle: “Ha escogido usted el mejor libro de todos”, y se lo vendía. Nos reímos como el sol bajo el frío.
Así que al vendedor, ¿cómo no iba a comprarle su libro? “La ilusión perdida”, creo que se titulaba. Me contó el argumento, sabiendo yo que era la manera de estar de pie de mi padre, así que para no cansarle, le pregunté: “¿Acaba bien?”, y me contestó: “Sí, sí, claro, claro”. Bueno, entonces me lo llevo y me lo va a firmar por favor para mi amiga Ari.
Al salir, los demás vendedores, sentados en sus puestos, me miraron tan de frente que les leí el pensamiento, ¿cómo puede estar el pensamiento tan claramente escrito en la cara de la gente? Tengo que escribir de esto algún día, y en lo bueno y en lo malo que resulta, pero yo leo en los ojos en un segundo, y leí claramente, en cada una de aquellas personas: “Otra que ha picado”.
Ayer pasé por delante de la tienda volandera, y vi al escritor de nuevo. Esta vez casi en la puerta, como si el hilo del argumento le hubiera llevado hasta ella.
Hablaba incansable a dos señoras a punto de marcharse.
Una de ellas hojeaba el libro.
Mónica Fernández-Aceytuno