La primera persona que me corrigió con el género de…
Wenceslao Fernández Flórez
Un infinito anaranjado es Wolwedans.
Pero no un infinito vacío, sino lleno de ondulaciones, círculos, rastros, formas que tienes que discernir para darte cuenta de que el vacío está lleno, como el desierto de granos de arena.
Llegas en avión, porque no hay otra forma un poco llevadera de alcanzar este remoto lugar de la Tierra, y así es como debe ser, al tener que subirte a una avioneta que de vez en cuando te golpea la cabeza contra el techo, para darte cuenta de la belleza de abajo, entre el océano y el desierto, sobrevolando lagunas azul turquesa, donde las bandadas de flamencos trazan formas que cambian, siempre redondeadas, como es todo en Namibia, modelado por el tiempo y por el viento, que a lo mejor son una misma cosa.
Podrías estar aterrizando en Marte, sobre una pista de arena y de tierra muy rojas, gracias a unas ruedas pintadas de blanco que hacen de balizas por la pista, y al fondo la terminal de Wolwedans, que parece de otro siglo, de cuando no había aviones en África, y donde te encuentras ya desde el principio con toda esa gran hospitalidad que se le ofrece al que viene desde muy lejos, con tazas de loza para tomar un té en una silla de mimbre tejida a mano a la sombra de un porche, porque aquí todo está abierto al aire, como para limarnos también a nosotros, quitarnos las aristas un poco antes de ver lo que nos va a cambiar la vida para siempre.
Hay, al menos para mí, un antes y un después de Wolwedans.
Imposible salir de allí sin otra mirada, sin otra vida, sin otro rumbo.
Vas en el Land Rover, también completamente abierto, asombrada, con la sal de las lágrimas secas y un poco blanquecinas en el borde de los ojos, por los pensamientos desde el aire, al observar por vez primera esos círculos que trazan aquí las plantas sobre la arena del desierto, gramíneas de un verde plateado que forman una suerte de fondo seco del mar colonizado por algas que, de pronto, se abren en grandes y perfectos círculos de arena roja, vacíos, limpios de plantas, y de los que, dicen, aunque aún es una teoría, que se deben a las termitas subterráneas, que tienen hacia abajo el termitero con sección circular y que dejan estos aros que se ven desde el cielo.
La hierba alrededor del círculo de arena roja medra sin competencia con sus semejantes, por lo que las plantas del perímetro crecen más y llegan a dar unas semillas que parecen diminutas lentejas. Se diría que, aunque las termitas, química o directamente, acaben con la planta en la zona del círculo, también las favorecen muchísimo, por ese perímetro que llega a dar semillas que luego se dispersan por el desierto, por lo que cabe colegir que insectos y plantas avanzan juntos para colonizar uno de los lugares más inhóspitos, antiguos y hermosos de la Tierra.
Da la impresión de estar asistiendo al principio de algo que sucedió hace muchísimo tiempo.
Es tal la belleza de estos círculos desde el aire, tal su perfección y armonía, que hay quien los ha bautizado como “fairy circles”, círculos de hadas, que seguro tendrán una explicación científica pendiente de resolver aún definitivamente.
La verdad es que cuando observas estas formaciones de aros perfectos desde el cielo, tras haber mirado las ondas del desierto cayendo sobre las olas del océano, empiezas a pensar que todo son ondas, ondas de luz, ondas de tiempo, ondas de arena, ¿ondas de vida?
Veníamos de ver, también para mí por vez primera, un arcoíris doble en el atardecer de Onkonjima, dos semicírculos perfectos uno al lado del otro, por lo que empecé a barruntar, al vislumbrar el paisaje rojizo de Wolwedans, si la vida no sería algo subido a lomos de una suerte de onda que se propagara por el Universo de tal manera que aunque en la actualidad no haya vida en Marte, pudiera haberla habido en su momento, y ahora está sobre la Tierra.
Que la vida fuera un círculo que siempre acabara por pasar de largo, como la onda que se propaga por un estanque, o como un eco que va “del infinito al infinito”, tal y como escribió Wenceslao Fernández Flórez en “El bosque animado”.
Hay en Wolwedans un lugar para que los escritores no hagan otra cosa que escribir, mientras el desierto borra las huellas del día.
Sopla el viento y el campamento de madera y lona, parece que va a volar como las hojas de un libro.
Pero allí sigue todo, amarrado con la brújula de Wolwedans, un papelito con cuatro palabras, la guía escrita que nos llevamos en lo más profundo de nuestro ser para ser de otra manera: justos, honestos, positivos y creativos.
Detrás de todo esto, el empeño de un gran hombre, J.A. (Albi) Brückner (14 de agosto de 1930 – 8 de diciembre de 2016) Fundador, Presidente y Custodio de la NamibRand Nature Reserve, dos mil kilómetros cuadrados de belleza, paisaje, verdad y Naturaleza.
La vida se le fue volando mientras nosotros, alegremente, llegábamos tarde en avión.
Su hijo Stephan, que abandonó todo para hacer todo y crear el campamento más hermoso que he visto en mi vida, lloraba en la pista esa agua de la tristeza infinita que jamás pasa para irse en el avión que nos trajo, a enterrar a su padre.
En el campamento de Wolwedans creado por él comprendemos al fin que la belleza está en la sencillez, y la solución en la población local, al agarrar con su apasionada actividad también en círculos el paisaje, porque lo más eficaz y maravilloso suele estar ahí mismo, que hasta las plantas de las macetas del campamento son las que da el propio desierto.
Puede que la mejor conservación de la Naturaleza no consista más que en dejarla en paz.
En Wolwedans, te piden por favor que ni siquiera des de comer a los pájaros, para que todo siga con su belleza salvaje, por su propio camino, salpicado, como goterones de agua sobre el barro, de círculos.
También un círculo de amigos, unidos por Rafael Gabeiras, vivimos para dormir en mitad de la nada y del todo que es este paisaje único de Wolwedans en el desierto de Namib.
De noche, el aire es tan puro y la luna se ve tan clara que, mirando por el objetivo de la cámara, se apreciaba el brillo de la luz del Sol, trazando círculos por el borde de los cráteres.
Mónica Fernández-Aceytuno