Leyendo medio tumbado con los zapatos en la cama sale…
Emily Brontë
La primera vez que mis ojos leyeron la palabra misántropo, quedándose detenidos como si hubieran tropezado con una piedra, fue en las “Cumbres Borrascosas” de Emily Brontë, esa novela que rezumaba, entre vientos despiadados y brezos florecidos sobre los barrancos, misantropía por los cuatro costados.
Se me vino a la cabeza de nuevo este vocablo cuando la guía que nos explicaba hace unos días en el museo Thyssen-Bornemisza la obra de Cézanne, se refiriera a lo huraño y huidizo, solitario, que fuera este gran artista. Misantropía. Pensé, mientras me arrepentía de no haber ido a la exposición sola.
Hay un tipo de conocimiento que no se adquiere ni en los museos ni en las bibliotecas, donde me encuentro ahora mismo, y donde acabo de pedir en la sala Goya dos libros de Cézanne: uno de Rilke, “Cartas sobre Cézanne ” y otro de Michael Doran “Sobre Cézanne. Conversaciones y testimonios” en los que según voy leyendo veo que no es para tanto su misantropía pues no sólo tenía grandes amigos, en todos los sentidos, como Zola o Monet sino que, quienes le conocieron de pronto, viniendo de pintar por un camino, con su “blusa de vidriero, sombrero en punta, morral del que asoma un verde gollete; en las manos su gran caja de pintura, su tela y su caballete”, les pareció un buenazo, como le sucediera al arqueólogo Jules Borély cuando le dijo Cézanne: “Lo malo es que, a pesar de mi edad, aún estoy al principio”, aunque ya dedujera que “pintar al natural no supone copiar el objetivo, sino materializar las sensaciones propias.”
Aún así, me pregunto por qué se le pide la bondad a la belleza. Y cómo se puede esperar que alguien que entregue su alma al arte pueda además ser extrovertido. ¿Es que no es suficiente con su obra? ¿Hay mayor generosidad que ésta de darse sin aspavientos? ¿Puede haber alguien más sociable que un artista solitario al que al final vamos a ver millones de personas a lo largo del tiempo? Ramón y Cajal, leí también por aquí, decía que la vida social no era buena para investigar, y en una entrevista Ana María Matute comentó que ella se comunicaba por esporas, cosa que se comprendía a la primera, esa silenciosa manera que tienen las esporas de dispersarse, su discreta forma de dejar algo que perdure.
Esta mañana, viniendo hacia la biblioteca, vi un pruno florecido en la calle Villalar, que es una de las pocas calles donde todavía queda por aquí algo de barrio, ese arte de las calles. Lograba, bajo la lluvia y un cielo gris claro como los que le gustaban a Cézanne, un contraste con la fachada del fondo hermosísimo. Si supiera pintar, lo habría pintado, las cuatro flores rosadas sobre esa oscuridad que tienen los troncos y las ramas en la ciudad, la claridad del balcón, el comercio abajo, la gente a la suyo sin ver que el pruno estaba recién florecido. No hay nada más solitario que la belleza pura. ¿Y no será ella la que exige esa misma soledad si queremos que nos hable?
Las soledad de Cézanne, descrita como un suplicio en un museo atiborrado, donde a mí me parecía el paraíso la casa con una acequia y un huerto, y unos castaños de pocos años, y esos trazos oblicuos verdes, como los rayos del sol al atardecer entre los árboles, y esas montañas que no son cosas, sino la primera impresión de verlas, que es la que cuenta, sin que nadie venga a contártela.
Como en los paisajes de Cézanne, hay veces que la gente no aporta nada; pero dejemos de engañarnos con su misantropía porque cuando le preguntaron cuál era, a su juicio, la virtud más apreciable, respondió: “La amistad”.
Mientras, notas que cada vez desdibujas más la escritura, como una firma que ha envejecido.
Porque lo que importa, no es la forma, sino la esencia del trazo, captar eso que impulsa, que la vida siga.
Mónica Fernández-Aceytuno