Rue Lepic, Montmartre, Paris Domingo, 10 de marzo de 2019…
NATURALEZA. Entrega nº 2
Rue Lepic, Montmartre, Paris
Lunes 4 de marzo de 2019
Ayer estuvimos en el museo de L´Orangerie, llamado así porque fue una naranjería, un invernadero de naranjas.
No había casi nadie y, para nuestra sorpresa, la entrada fue gratis ayer.
Afuera, el día se quedó nublado y con algo de viento, por lo cual en el museo, al abrigo de las pinturas, se estaba bien. Era la primera vez que entrábamos, aunque ya habíamos visto lo que íbamos a ver, al haber visitado, años atrás, el estanque de la casa rosa y verde que Monet tuvo en Giverny.
Fue cuando, por nuestro aniversario, decidimos ir en coche desde Galicia hasta París, donde nuestro hijo mayor estudiaba. No recuerdo si trabajaba ya porque este niño siempre fue mayor de alguna manera. Puede que sea más niño ahora que cuando lo era. De pequeño, le dejaba en la plaza de Betanzos y me llamaba a cobro revertido desde una cabina. Yo escuchaba la voz de la operadora… “¿Acepta la llamada?”…y tras el silencio, aparecía la voz alegre de mi hijo: ¡Mamá!..”¡¡Acepto, acepto!!” gritaba yo, pensando que le había pasado algo, para luego decirme tan tranquilo… “Mamá, he aprendido a llamar a cobro revertido”. Siempre me daba sustos. Como el día que se escapó de noche, campo a través, con un amigo. Tenían 12 años. Los dejé en la tienda de campaña donde se habían empeñado en dormir y cuando fui a verles para darles las buenas noches, no estaban. Alrededor, esa oscuridad cálida del campo en la que canta la curuxa, el cárabo. No he podido olvidar el ruido de la cremallera de la tienda. La impresión cuando al alumbrar con la luz de faro de la linterna, vi que no estaban. Cosas que me pasaron en la aldea, aunque luego nunca pasó nada.
De allí salimos mi marido y yo, viviendo ya solos, con los hijos fuera del nido de “O Esteo”, para celebrar el aniversario de boda. Llovía a mares, como si el océano se hubiera echado a volar por el aire. Casi no dejó de llover hasta París. El viaje en coche, aún así, es el más bonito que hemos hecho en la vida. Y el más caro. “Un hotel bueno, y uno malo”, dijimos. Dormimos mejor en el malo. Inolvidable fue en el que nos detuvimos de noche con la tormenta, al lado de un puente de piedra sobre un río que parecía a punto de desbordarse, en un pueblecito de la comarca de Bergerac, con sus casas de vidrieras en las ventanas detenidas en el siglo XV con sus fantasmas. Mi marido se fue a aparcar mientras yo entraba en el hotel, si así puede llamarse, todo rojo por dentro, con una escalera de caracol muy estrecha. Por un momento, pensé si no había rebajado demasiado el presupuesto para esa noche.
En la recepción, tampoco había nadie, y tal y como me habían indicado por teléfono, la llave estaba por dentro del cuarto. La habitación, podría haberla pintado Van Gogh. Me llamó la atención que, al abrir el altillo del armario, se viera el pasillo; y que tuviera más capacidad el armario que el baño. Pero lo más sorprendente fueron las sábanas, tan blancas, tan limpias, tan de hilo verdadero. Abrí la ventana, cerrada a cal y canto sobre la pared de piedra, y me encontré el río, brillando a oscuras. ¡Cómo brilla el agua con la lluvia! A veces pienso que la luz es un agua, y el agua una luz. Lo único que se veía bajo esta lluvia, eran las luces amarillas de un alumbrado que parecía de gas, y el brillo del río pardo, a punto de desbordarse. El periplo de mi marido por el pueblo, bajo la tormenta, fue aún más asombroso, por la soledad. El hotel, menos mal, poseía un pequeño restaurante. Y allí fuimos a cenar. Solos, con el río. Y el vino de Bergerac.
Al día siguiente, salió el sol como si nunca hubiera llovido. Desayunamos con un equipo de ciclistas. Mi marido se acercó temprano a la plaza del pueblo y me trajo del mercado, lleno de gente que salió con el sol, un ramo de rosas blancas que nos acompañó el resto del viaje.
Tras detenernos tres días en París, seguimos hasta la Normandía, con sus campos florecidos hasta el infinito de amarillo. Aquí y allí, sus casas de cuento quedaban en el horizonte engullidas por este mar de flores de colza, asomando sus tejados rojos, y los álamos con sus bolas de muérdago en lo alto, y el monte muy verde, y un poco rojizo, de hoja nueva de roble, al fondo.
LLegamos a Giverny, y visitamos el estanque donde pintó Monet los nenúfares para que en París tuvieran un poquito de Naturaleza. No llegó a verlos expuestos. Murió antes. Pero los vimos nosotros ayer, ocupando dos enormes salas ovaladas, bajo la luz natural de la antigua naranjería; las Nympheas, pinturas gigantes, con sus ondas de alga en el agua, y el rumor de los sauces.
Estuvimos en el estanque, y nada tiene que ver con estas obras. El estanque es artificial, algo que hizo Monet tras pedir al prefecto de Giverny permiso. Puso de todo, peces, nenúfares, sauces llorones, y hasta un puente pintado de verde como las contraventanas de su casa rosada. Pero el estanque no era bonito. Yo al menos, no vi en él Naturaleza. Sí en su obra, ayer, entre los nenúfares pintados.
¿Qué hay en la mano de un artista? ¿Qué puede haber en nosotros que convierta algo artificial y artificioso en Naturaleza pura de nuevo? No lo sé. Pero ayer, mirando los nenúfares, vi la Naturaleza toda, el azul del océano, el verde ondulante de las ramas, el aliento del sol sobre el agua.
El alma de Monet, respirando.
Continuará…
*****
© Mónica Fernández-Aceytuno, 2019