Os escribo desde la hermosísima localidad de Baeza, en Jaén,…
NATURALEZA. Entrega nº 5. Coliflor.
Rue Lepic, Montmartre, Paris
Jueves 7 de marzo de 2019
Mientras mi nieta duerme, aquí, a mi lado, mientras escribo, he aprovechado para ir un momento a la cocina donde me esperaba una coliflor.
La traje ayer como si fuera un tesoro de una tienda donde casi se me saltan las lágrimas, al ver que los precios se acercaban a los de España. Había naranjas a un euro y noventa y cinco céntimos el kilo, y esta coliflor, también por menos de dos euros.
Una coliflor hermosísima, de esas que me recuerdan al ramo de novia de mi madre, hecho de muguetes, porque es muy blanca por dentro y alrededor tiene aún las hojas de un verde claro y nuevo, verdegay, del color de las flores de los sauces blancos en febrero.
Al final, son las verduras como las que me regalaban mis vecinos, y que siempre he valorado, lo que más me emociona. Fue ver la coliflor y acordarme de sus huertas porque más de una vez intenté tener una, fracasando estrepitosamente. Hay que tener mano para la tierra, y yo no la tengo. Siempre he dicho que al escritor no le deberían mirar las manos, sino la frente, los surcos que ara en ella el pensamiento, que es su tierra.
Es ahora, además, cuando empiezan a arar las huertas, hasta dejarlas como la harina, de lo fina que dejan la tierra, que dan ganas de tumbarse en ella. Estas huertas, así, sin nada, con los manzanos florecidos al fondo, y las varas de las judías todavía esperando, apoyadas sobre su tronco, es de las cosas más bonitas que he visto, porque contienen la maravilla que podrían llegar a ser aunque luego no se alcance.
Cuando aún los tomates no se han estropeado, ni las judías secado por una niebla, ni las patatas se han visto asaltadas por algún escarabajo, es cuando todo está perfecto, igual que al principio de una existencia, con todo el porvenir en el horizonte que jamás tocamos.
Es en este momento, a punto de llegar la primavera, cuando las huertas son, como dice mi madre, un cuarto de jugar, con la tierra preciosa, como si fuera nueva, y sus plantitas perfectamente alineadas, a ver qué pasa. Y luego pasa de todo, porque llueve o graniza o sopla el viento, pero al final siempre hay unos tomates que saben a gloria y unas cebollas con las que se hacen trenzas y unas coliflores que parecen ramos de novia.
La imagen de Manuela o de Pilar, a la puerta de mi cocina, dejando sus cosas de la huerta, hasta flores de cinamomo y calas, leche fresca, patatas, lechugas, tomates…hizo que me quedara a vivir en la aldea veinte años.
@Mónica Fernández-Aceytuno, 2019
Continuará…