Rue Lepic, Montmartre, Paris Jueves 7 de marzo de 2019…
NATURALEZA. Entrega nº 6. Sueño.
Rue Lepic, Montmartre, Paris
Domingo, 10 de marzo de 2019
He recuperado en París la costumbre de desayunar con mantequilla.
Y mientras la untaba en el pan de ayer, todavía bueno porque el pan por aquí es extraordinario, que hasta hay concursos para deliberar cuál es el mejor pan de París, pensaba en cuánto me gustan las palabras. No la letra impresa, ni los libros, ni el papel. La palabra, sin más. Que incluso escritas sobre el cielo, me gustan las palabras, como la vida sobre la Tierra.
Esta es una diferencia que no siempre se comprende bien. Que una cosa sea la palabra y otra el papel sobre la que está escrita. Y que una cosa sea la vida, y otra el soporte sobre la que se sostiene, en nuestro caso, la Tierra.
No sé por qué a mí se me dio a ver con tal intensidad esta diferencia, que a cualquier lado donde voy, igual que si llevara dentro un radar, o un detector del oro vital, encuentro en cada lugar, la vida silvestre, como si me llamara de lejos, desde antes de mi.
Yo creo que por eso nos fuimos a vivir a Carraceda.
La decisión la tomamos, la tomé, en verano; pero nos fuimos a vivir en abril. Salimos de la urbanización Puertas Verdes de Madrid por la mañana; bueno, el camión de Gil Stauffer, salió por la mañana y yo con los niños algo más tarde en avión. No recuerdo si Berto, mi marido, estaba volando, pero sí que llegué sola a la aldea, con un conjunto azul marino de lunares blancos, de blusa y falda pantalón por encima de la rodilla, y unas medias azul oscuras y unos zapatos de tacón de pulsera, con mi melena negra hasta la cintura suelta, y un aire andaluz absolutamente inapropiado no ya sólo para Galicia, sino para el campo, que estaban arando con una yegua. Yo iba así por la vida, sin enterarme muy bien de nada, pero también sin que un matiz de la luz pudiera pintar por el cielo un rayo sin verlo.
La tarde en la que llegué con los niños, esa tarde del 21 de abril de 1992, fue magnífica. Puede que la más hermosa tarde que yo haya vivido no ya en Carraceda, sino en cualquier otro lugar del mundo. La hierba de los campos de tres cortes, estaba segada, y componían al fondo, donde había un bosquete de sauces verdes que terminó desapareciendo de nuestra vista, una paleta de colores con el verde fresco de la hierba aún sin segar, y el verde claro de la hierba recién aguadañada, que era único.
La casa estaba completamente vacía, que es como las casas están más bonitas, igual que la tierra de una huerta, porque es cuando ocupan, el lugar de las cosas, los sueños…”aquí pondré esto, y aquí esto otro”, y todo queda bien.
También la chimenea la soñé, encargándola desde Madrid por teléfono. Era toda de piedra. Un metro por un metro de embocadura, dije. Y me quedé imaginando lo bien que iba a encajar la chimenea. Cuando llegué, era otro cuarto. Es más, los cuartos resultaron más pequeños que la chimenea. Toda la casa, no es ya que no fuera grande, es que el fontanero cada vez que vino a arreglar un baño, me hacía la misma pregunta: “Señora, ustedes ¿cómo caben aquí?” Bueno, no somos muy grandes. Y es verdad que puede que no seamos muy grandes, pero los cuartos de baño, eran, siguen siendo, pequeños sin dudar.
¿Por qué los hicimos así?
Por soñar.
La chimenea, en cambio, la soñé pequeña, a pesar del metro por metro de embocadura. Cuando vi en aquel salón la chimenea de piedra, más grande, en proporción, que toda la casa junta, quise tirarla. Mientras estaban construyendo la casa, había quién iba a mirar por la ventana. Y siempre recibía yo la misma pregunta: “Eso que está en el salón, ¿es la chimenea?”
Menos mal que la vi con tiempo, antes de que llegáramos a vivir, de manera que el día de la mudanza ya había empezado a soñar cómo quedaría la chimenea rodeada de libros. Hoy es lo más bonito de nuestra casa. Hasta que los colgamos, los cuadros que trajimos, quedaron ahí guardados, como en el almacén de una galería de arte, apoyados uno tras otro contra la pared de ladrillo refractario, todavía rojo, bajo el tiro.
No teníamos nada sobre las paredes, ni un árbol que viera por nosotros el valle, la primera noche que dormimos en Carraceda.
El problema surgió unas horas antes, cuando el camión de la mudanza se quedó atascado delante de la parra que había sobre el camino, entre la casa de José do Corvo y la de Eliseo, que era una parra maravillosa, cargada de años y de pámpanos nuevos.
Faltaban doscientos metros para llegar a casa.
Fue igual que despertarse de golpe de un buen sueño.
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© Mónica Fernández-Aceytuno, 2019
Continuará…