En migración otoñal pueden llegar a pasar diez mil aves cada día.
Una sola hembra de erizo arroja al azul del mar y del azar veinticinco millones de óvulos.
Mónica Fernández-Aceytuno
De estos días pasados con mis padres, me he traído algunos artículos que había escrito en Blanco y Negro, y que ellos habían guardado:
NI CORAZÓN, NI CABEZA
La sensibilidad apareció antes que el corazón y que el cerebro. Su rastro en el mundo es mucho más largo; y mucho antes se notó el frío y el calor y el hambre, mucho antes de poder quejarse, o de llorarlos; pues la alegría y el dolor llegaron antes del órgano que los recordara.
Pero los que no piensan, los erizos, siguen ahí, bajo el agua del mar, donde el tiempo transcurre de otra manera, y siguen violetas, negros, verdes, rojos con púas blancas, con su esqueleto de planeta dividido en cinco partes como flores antiguas, cuyos pétalos se cuentan de cinco en cinco; y siguen igual: sin corazón, ni cerebro. Viven aún en las rocas de la playa, ¿podemos ir a las rocas?, es ya la pregunta eterna, porque el ir a las rocas es como fugarse a otro universo, el de los charcos que hace el mar y no las nubes, donde los niños adivinan la verdad sin saberla, ¿podemos ir a las rocas?, que allí se encuentra la vida del principio, la que llama sin voz a los niños.
Mis primera rocas, esas rocas de la playa que son un mundo, estuvieron, estaban, bajo el alicantino peñón de Ifach, en Calpe, cuando Calpe era sólo un pueblo de pescadores. Y, al pisar el lugar donde el mar, a resguardo entre las rocas, se hacía tabla, notaba en los pies la alfombra de un alga de un color canela claro que debe de vivir allí aún, y que resulta inconfundible porque tiene la forma de un abanico. Padina pavonia se llama. Y por debajo de ese agua somera, bajo la roca, sumergidos, estaban los erizos, tienen que estar todavía, de todos los colores y tamaños, algunos incrustados en la piedra, de tanto comer el erizo la cal para reforzar su esqueleto y sus púas. Tiene gracia que el erizo, siendo tan andarín como es con esos pies de estrella que llaman ambulacrales, termine cavando su propia trampa, paralizado de tanto ahondar la roca con sus dientes masticadores: la linterna de Aristóteles con la que no roen, sino que raen igual que una babosa que rae de noche las setas del otoño y las deja como la luna, llenas de cráteres.
Pero la babosa escapa antes de que amanezca, y el erizo de mar se queda atrapadado y, a partir de entonces, depende de lo que traen las olas, y ya no pace algas ni las ramonea ni les arranca diseños raros, como hacen los ciervos con los árboles que, al ramonear justo a la altura a la que llega su boca de venado hacen, de la copa de un árbol, una falda verde con miriñaque.
Sin embargo, el venado tiene cerebro, y el erizo de mar no tiene más que la vida para seguir viviendo, y un cordón nervioso que le permite sentir que el sol le está dando más de la cuenta, y unas púas con las que va colocándose como puede algas rotas a modo de sombrilla, y pedazos de caracolas. Así los veía yo, vestidos como vagabundos, cuando los franceses los sacaban del agua y los dejaban sobre las rocas para abrirlos en dos más tarde, y comérselos con limón; crudos. Su parte comestible son las gónadas, por otro lado, la única forma de distinguir un erizo macho de una hembra, ya que por fuera todos parecen iguales, todos parecen lo mismo. Como la fecundación se produce en el agua, la producción de óvulos de las hembras es asombrosa: una sola hembra de erizo arroja al azul del mar y del azar veinticinco millones de óvulos.
Cuentan que algunos erizos tienen un cierto sentido maternal y no lanzan tantos óvulos como en las aguas templadas, que cuidan sus larvas. Claro que no tienen ni corazón, sólo un aparato lagunar. Y no tienen cabeza. Pero sienten. Poseen ese mismo sentir que nos llama sin voz desde atrás, desde mucho más atrás, y que se pierde todos los días entre el corazón de la literatura y el cerebro de la ciencia.
Mónica Fernández-Aceytuno
Blanco y Negro, 25-7-1999
Buen día,
Mónica
Mónica Fernández-Aceytuno