De un rojo que hiere el corazón.
MF-A
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Me dio la impresión de que se veían más aves, aunque hizo un día de mucho calor: abubillas, cogujadas picoteando en el rastrojo, tarabillas, mosquiteros, estorninos, verderones, un mochuelo que escuché al atardecer, garcillas que volaban hacia su dormidero.
Pilar López
EL SONIDO DE LA SIERRA
Cuando llega el fin de semana, el contacto con la naturaleza se hace mayor, y así lo procuramos en nuestra familia, sobre todo por los niños. Aire libre, deporte y mucho juego, es lo mejor para ellos.
En el huerto de mi padre, las granadas están completamente abiertas y sin grana. Algunas abejas, moscas y avispas todavía rebuscan en su interior por si pueden llevarse algo de su última dulzura. Una mariposa Colias común volaba entre las plantas de hierba mora que han colonizado los surcos y se posaba en las hojas más amarillas, quizás tratando de camuflarse y pasar así desapercibida. Me dio la impresión de que se veían más aves, aunque hizo un día de mucho calor: abubillas, cogujadas picoteando en el rastrojo, tarabillas, mosquiteros, estorninos, verderones, un mochuelo que escuché al atardecer, garcillas que volaban hacia su dormidero.
Lo que también ha crecido en cantidad, -quizás con las lluvias de la semana pasada que, aunque escasas, mojaron un poco la tierra-, ha sido lo que por aquí llaman el “jabón de gitana”, unas plantas con unas pequeñas flores amarillas que dejan un olor muy agradable al tocarlas. Mi padre utiliza el agua de su cocción para añadirla a la sosa y al aceite cuando hace jabón.
Ayer, al atardecer, nos acercamos al lugar de la sierra donde todos los años oímos la berrea. No hubo suerte esta vez, pues exceptuando los “berridos” de los estómagos de mis hijos (que ya tenían ganas de cenar), no escuchamos más que dos o tres ciervos muy lejanos. Lo que sí vimos fue un grupo de numerosas ciervas, algunas muy jóvenes (seguramente nacidas la pasada primavera) y un ciervo entre ellas, que también parecía muy joven. Estaban pastando en un claro, y ramoneando las ramas más bajas de las encinas. A veces, como los niños no callaban, nos miraban con las orejas muy tiesas y luego seguían a lo suyo.
Era casi de noche cuando conseguí que guardáramos unos minutos de absoluto silencio, incluyendo el estarse completamente quietos. Fue muy costoso, pero entonces escuchamos el ulular del cárabo sobre unas cuarcitas cercanas, y los sonidos de alarma de petirrojos y mirlos, y una tarabilla que volaba inquieta cerca de nosotros tratando de buscar un lugar donde dormir, y el viento soplar flojito en nuestras caras.
Y fue maravillosa la sensación de formar parte de los sonidos de la sierra.
Regresamos de noche tan contentos, que los niños se olvidaron hasta de que tenían hambre.
Un cordial saludo.
Pilar López.
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