EL VERANO

EL VERANO

Volvemos al lugar donde pasábamos el verano con nuestros padres y somos más mayores que ellos cuando nos traían, y mayores que los que nos precedieron cuando pasaban aquí su infancia, mirando el pico azul del San Lorenzo, sobre el que hoy cae tanta luz que parece tan azul como el cielo.

Abrimos la puerta de la casa y un ejército de arañas se pone firme, y los ratones salen huyendo. En la soledad de nuestro abandono, la Naturaleza se ha hecho con todo y creo que ocurriría lo mismo si algún día dejáramos de ocupar tanto espacio en la Tierra, porque todo esta ahí, queriendo posarse sobre lo que dejamos vacío aunque solo sea por unos meses, y cada araña de patas largas tiene adjudicada ya su telaraña en una esquina, y las termitas su dintel de la puerta. En el jardín, las gramíneas, sobre las que trepan las correhuelas, nos llegan a la cintura, y hasta las rastreras flores del trébol, se yerguen buscando la luz. Las manos se nos van a las cerezas, dulces, pálidas y tibias de sol, y el suelo está sembrado de huesos que dejaron los pájaros, que también salen huyendo en cuanto comprueban que hemos regresado. Abrir una casa para el verano, es la más ardua tarea de reconquista. Se da la luz con temor y esperanza, y cada cosa que funciona, el lavaplatos, la lavadora, se celebra como si volviera a la vida. La despensa huele a matamoscas y la nevera está vacía, triste, sola y oscura. Cuando todo esté en su sitio, me habré ido.

Agotada, antes de ir a dormir, salgo afuera y miro al cielo, y allí siguen, como si arriba nada cambiara, las estrellas de mi infancia, y de la infancia de mis antepasados, en la noche de grillos y de verano.

Mónica Fernández-Aceytuno

ABC, 6 de julio de 2007

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