Acabo de ver otro capítulo de "Imprescindibles", esta vez de…
Hopper
La primera vez que escuché hablar de Edward Hopper tenía la boca abierta.
Cada embarazo, suponía para mí una inmensa alegría, y un suplicio para mi boca, por lo que pasé buena parte de la espera con Alfonso, mi dentista, que, para distraerme, me hablaba de Edward Hopper. Por aquel entonces, se podía ver cerca de su consulta, una exposición de Hopper. Pero no fui. Por aquel entonces, era yo tan inmensamente feliz, que no me interesaba la cultura.
Y hace unos días, agarrada a la mano férrea de mi marido, me encuentro que en Boston, colgada de las farolas, se anuncia una gran exposición de su obra, hasta mediados de agosto, con el faro en esas playas de dunas y de soledad y de viento que pintaba Hopper y, con veinte años de retraso, siento el irrefrenable impulso de ir a verlo, por lo que madrugo tanto que, al igual que esa señora del abrigo verde que entra la primera en las rebajas de enero, llego yo al museo, y mientras mi marido paga las entradas, subo de dos en dos la escalera y entro en la exposición antes que el guarda por lo que me encuentro a solas con la obra de Hopper. Por un momento, fui una mujer de sus cuadros.
En cada pincelada, donde todo lo innecesario, falta, está la soledad de Hopper, y la de sus mujeres, sentadas al borde de una cama, cambiándose la ropa, soñando sobre la teclas de un piano mientras su marido lee el periódico. También las casas y las calles están solas, al amanecer, o por la noche, iluminadas en la oscuridad, o bajo la inabarcable soledad de la luz del sol.
Al final, proyectan una entrevista en la que aparece Edward Hopper callado, con la vista fija en el suelo, envuelto en el elegante silencio de su pintura, mientras su locuaz mujer no para de hablar en blanco y negro. De pronto, se siente por él una compasión inmensa, y se quiere volver a ver sus coloridos cuadros, pero ya es tarde, y se han llenado de cabezas.
Como si todo le fuera pareciendo a Hopper cada vez más innecesario, el último cuadro que pintó en su vida, unos años antes de morir en 1967, es una habitación vacía donde solo entra la luz del sol. No hay nada más y sin embargo está todo: la luz y el vacío.
Mónica Fernández-Aceytuno
ABC, 7-7-2007
Aceytuno.com