Oyendo el silencio, en medio de una niebla cerrada, Amalia, Eduardo y yo, después de despedirnos de Santa María la Real, iniciamos hace un par de semanas el descenso desde O Cebreiro con dirección a Triacastela. Estábamos haciendo el Camino por antonomasia. La niebla, espesísima, apenas nos dejaba ver la punta de nuestras botas. Caminábamos en silencio entre carballos, abedules y castaños. Parecían viejos fantasmas. Ni siquiera sentíamos el escaso tráfico de la carretera que transcurría a pocos centenares de metros. Me acordé del mundo subacuático que con tanta maestría reflejó el comandante Cousteau en un documental que se titulaba precisamente “El mundo del silencio”.
De pronto se abrió un claro ante nosotros en un punto en el que el Camino se acerca a la carretera. Ante nuestros asombrados ojos apareció el monumento en el que el escultor José Mª Acuña inmortalizó a un peregrino medieval avanzando resueltamente contra el viento. A partir de aquí la niebla se fue disipando y el telón de fondo blanco se convirtió en fantásticos panoramas multicolores en los que predominaban el verdegay de las recién nacidas hojas de los árboles que estaban despertando del invierno y el amarillo de los tojos florecidos.
Hay una cosa que desde hace años me llama la atención cuando atravieso los montes gallegos y es la escasa presencia del mundo animal, en contraste con lo que sucede en los bosques andaluces y extremeños. Apenas se ven aves ni mamíferos. Las mariposas no tienen colores llamativos. Tampoco abundan otros insectos. Me cuesta trabajo encontrar vacalouras (Cervus lucanus) en las carballeiras que recorro en el verano, cuando en mi niñez eran trofeos abundantísimos. Eso sí, son el paraíso de algas, hongos y líquenes.
Un abrazo. Joaquín.
Joaquín