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Para cazar un topo, lo primero que hay que hacer es armarse de paciencia. Después hay que mirar las topineras, esos terrores de tierra fresca, desmenuzada, que parecen sobre la hierba los puntos suspensivos de una frase…Y en el último punto, en el último terrón, se coloca el gramil o cepo o garduña, y se ponen dos pizarras para obstruir las salidas del túnel por el que circula el topo, y a veces la comadreja, de tal forma que, si pasa otra vez por allí, caerá en la trampa. Con el viento del sur, cae antes el topo.
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Esto me lo contó el señor de los topos, de quien me acuerdo cada vez que veo los montones de tierra, enormes para lo pequeño que es el topo, que dejan los topos sobre la tierra.
Los cazaba de la manera en la que lo cuento, y cobraba cinco euros por cada uno. Se ganaba la vida de esta manera. Cuando me iba de viaje, al volver, tenía, ensartados en un junco a la manera en la que se ensartan en las ferias los churros, los topos que había cazado.
Aquéllo resultaba un poco cruel, pero mucho más ecológico que el veneno.
En realidad, a mi no me importaba tener topos en la tierra, al contrario, me gustaba. Pero aún me gustaba más ver al señor de los topos, y que me contara cosas mientras colocaba las trampas.
Cuando caía algún topo en ella, me quedaba asombrada con lo pequeños que son, y lo grandes que son sus manos, como remos, y lo suave que es la piel del topo, suave y negra como el terciopelo negro.
“Parece mentira, siendo tan pequeño, que tenga tanto instinto y tanto conocimiento”, decía el señor de los topos antes de irse.
Q.e.p.d.
Feliz día,
Mónica Fernández-Aceytuno
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Para cazar un topo, lo primero que hay que hacer es armarse de paciencia.