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Isak Dinesen
Al salir del cine, la oscuridad de la calle me pareció aún más honda que la de una sala cuando entras buscando, entre tinieblas, la luz de faro del acomodador. Llovía. Y las aceras brillaban con las luces diluidas de las farolas como si nacieran las luces ahogadas allí mismo, en el pavimento de la salida del cine.
Ése era todo el brillo de aquella tarde que, en mi ausencia, se había vuelto noche. Lo demás me pareció vacío, opaco, incoloro porque yo venía del mismísimo pie de las colinas de Ngong. “Yo tenía una granja en África…” y no podía ser que aquel horizonte oscuro y de humos, las flores todas cultivadas, pudieran componer el escenario que me había tocado en suerte para vivir toda la vida. En la más inocente tarde de cine, acababa de ser infectada no ya con el germen de África, que ya lo llevaba latente desde el principio de mi vida, sino con otro germen aún peor que es el de los sueños, esa enfermedad inexplicable. Así que a partir de algo tan ficticio y tan artificial y tan de mentira como una película y de aquel “yo tenía una granja en África”, yo ya no tuve nada de verdad, sólo la más profunda nostalgia que se puede tener en la vida: la nostalgia de lo que no se ha conocido.
A veces pienso que de no haber fundido Sydney Pollack con tanto acierto las imágenes de los paisajes de Kenia con ese precioso concierto para clarinete y orquesta de Mozart, aquella tarde de cine hubiera sido como cualquier otra pero, he de reconocer que que, por vez primera, no tuve la impresión de estar viendo una película sino que la película me estaba viendo a mí: tenía mi música y mis paisajes, jamás vistos ni oídos.
En la novela de Isak Dinesen, sobrenombre de Karen Blixen, traducida por Barbara Mc Shane y Javier Alfaya, se recogen otras frases que no tienen voz en la cinta pero definen perfectamente lo que a mí, sin saberlo, empezó a faltarme: el aire. Escribe la baronesa en Lejos de África: “La principal característica del paisaje y de tu vida en él era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona un sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire (…) Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: estoy donde debo estar”.
Es curioso el efecto anestésico que provoca en nosotros lo consuetudinario. Yo, hasta aquella tarde de cine, vivía tranquilamente en casa de mis padres teniendo como únicos elementos del paisaje una heladería, los cedros del parque del Oeste, y unos vencejos que en las calurosas tardes de verano sobrevolaban un barrio de persianas bajadas. Después, empecé a caminar por las calles siguiendo mis trayectos de siempre pero aguantando la respiración por dentro sin saber cómo ni cuándo ni dónde, podría yo también vivir en el aire.
Y ahora estoy aquí, donde debo estar, entre la bruma verde de los robles; y escribo y vivo y muero mientras me curo de haber soñado tanto.
Mónica Fernández-Aceytuno