Sestear las ovejas de pie, al cobijo de una sombra,…
La belleza
Cada vez resulta más difícil vivir sólo en la Naturaleza. Quiero decir que yo quisiera no ocuparme de otra cosa que no fuera de la belleza.
Me pasó el otro día una cosa curiosa que no pensaba contar, porque no estaba, ni estoy, segura de saber hacerlo, de expresarme con la sinceridad de lo que sentí en ese momento.
Veníamos de casa de unos amigos donde la belleza estaba por todas partes. Era una casa sin una sola pretensión pero donde la belleza vivía en todos los detalles, con una cierta contención y a la vez con todo ese despliegue de las cosas cuando son buenas, ya fuera el aceite de oliva, las aceitunas, o el tomate rallado sobre una tostada.
Como premio, porque fue todo un regalo, nos llevaron a ver a unos amigos suyos que viven en una casa única en la sierra de Aracena, en Huelva, donde la belleza, más agreste, espontánea y silvestre, estaba por todas partes, lo cual me llenó el alma como si respirara todavía más a gusto. Tengo que describir esta casa de la finca Buen Vino, y a sus dueños, con calma para un artículo porque merecen un retrato sosegado. Esto no tendría que haberlo escrito porque me gusta proteger lo que voy a contar pero en este caso resulta necesario para que se entienda lo que me pasó al día siguiente.
El caso es que tras toda esa belleza desembocamos al día siguiente a dormir en un hotel que habíamos reservado sin conocerlo y al llegar yo primero mientras mi marido aparcaba el coche, se me fueron los ojos a unos almohadones morados sobre la cama que tenían cristales incrustados. Podría describir con todo detalle aquella habitación llena de flores artificiales pero irían rompiendo a llorar por el camino del papel las palabras. Hay cosas que es mejor callar. Sólo diré que me dejó muda. No me moví del sitio, ni me miré en sus espejos porque me quedé clavada al suelo, pero tal debió de ser la cara que tenía que la dueña del hotel, cuando llegó mi marido, le dijo: “Creo que su señora no va a querer quedarse”.
Nada más subir a la habitación y verme allí, demudada, quieta, o por ver lo mismo que yo, no lo dudó mi marido ni un momento, “nos vamos”, dijo, como si aquella horrible habitación pudiera matarme, lo cual era cierto, de alguna manera, porque como en un síndrome de Stendhal pero al revés, creí que enfermaba. No recuerdo que me hubiera pasado antes algo así. Fue como ir del calor al frío. Como de la vida a la muerte absoluta de la belleza, en tan poco espacio de tiempo.
Esto no tiene nada que ver con las estrellas del alojamiento. Recuerdo como uno de los mejores lugares un albergue de Portugal, en playa de Áncora, con el sonido del mar y un puertecito donde traían los pescados todavía vivos, respirando los pintos sobre el mostrador de madera; o en Francia una pensión sobre el río, con una habitación de cuatro metros cuadrados.
Concluí que puedo soportar la pobreza, pero no el mal gusto, y menos aún, el mal gusto que brilla. Que puede que no haya nada más horrible que la pretensión de belleza.
Con la Naturaleza y los paisajes me pasa lo mismo.
Lo que no puede faltar es, en toda su sencillez, la verdad de las especies y del lugar que las acoge, donde duermen cada noche.
Buenos días,
Mónica