LOS CEDROS

LOS CEDROS DEL LÍBANO

Cortó una familia un cedro tan alto que le dio para hacer la tarima, la mesa del comedor de una pieza y toda la carpintería de la casa.

Frente al ciprés, que ensalza las líneas rectas de los edificios, el cedro tiene una altura y una caída de ramas que dulcifica la verticalidad de los bloques de viviendas y disimula con elegancia la ropa tendida en las terrazas.

El cedro lo tapa todo. Por aquí hubo un alcalde que se erigió en un parque un monumento a sí mismo, un obelisco, un monolito con su placa de bronce y su leyenda, y cuatro relojes en lo más alto parados desde hace años cada uno a su hora. Como responsable de los jardines, me propusieron hace tiempo derribar el monumento, a lo cual me negué pues su derribo ofendería seguro a alguien y me parece que no hay mayor manifestación de la falta de inteligencia que la ofensa por la ofensa. Así que planté un cedro, un gran cedro del Líbano, justo delante. Su cima toca ya las agujas paradas y está el cedro tan hermoso que la gente, que tiene ya más que olvidado al alcalde y su monolito, pregunta al pasar: ¿qué árbol es ése?

Que yo recuerde, hay unos buenos ejemplares de cedros en la plaza de Cuzco de Madrid, y en el parque del Oeste, pero en casi todas las ciudades hay un cedro del Líbano o de Salomón, alternando su respiración con la nuestra.

Resulta chocante contemplar estos días las imágenes que llegan de Beirut, en las que una multitud enfebrecida agita en sus banderas la silueta de un cedro del Líbano, ese árbol majestuoso y tranquilo que, aunque soplen los vendavales, tiene unas ramas de tanto peso que se mueven como si no sucediera en el aire más que una ligera brisa.

Mónica Fernández-Aceytuno

ABC, 27-11-2006

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