Si la actitud del director de una empresa consigue filtrarse…
Miguel Delibes II
“A Valladolid, mi ciudad”, es la dedicatoria de Miguel Delibes en “El Hereje”.
Puedes ir leyendo el libro por las fachadas de la ciudad donde se van nombrando lugares que ya leíste pero que no viste; no con estos ojos, que son los de la edad, los que empiezan, antes de cerrarse, a entenderlo todo.
Es cuando peor vemos de cerca, y también de lejos, cuando acertamos a comprender y a querer ver y conocer lo que tal vez habíamos visitado pero no visto porque nos faltaba la mirada de quien abrió los ojos en Valladolid por vez primera, a la manera en la que lo hizo Felipe II, queremos imaginar que por esa ventana del Palacio de Pimentel que hace esquina, una ventana plateresca y blanca llena de inocencia como el dosel de la cuna de un recién nacido.
Tiene unas filigranas esta ventana que parecen de tela por estar hechas con esa piedra caliza que posee el blanco roto del lino y que, traída de Campaspero, aparece en esta ciudad por todas partes con una claridad que recuerda, de noche y de día, a la de la luna. Incluso bajo el cielo azul del otoño, a pleno sol, hay algo lunar en esta piedra que contiene fósiles de algas y de caracoles que han acabado tocando también el cielo.
Llegamos de noche y salimos a la Plaza Mayor perfectamente iluminada por el alumbrado municipal, y también por la luna, que luego fue siguiéndonos para ir apareciendo como la firma de un cantero alrededor de todos los monumentos, también al lado del castillo de Fuensaldaña, cuya verticalidad no esta hecha para nuestro cuello. Todo aquí tiene unas dimensiones que no son terrestres, sino celestes, dada la envergadura de los monumentos de Valladolid.
Comprendí todo al ver la exposición de Campo Baeza, cuya obra ya había contemplado en Granada, cuando me asombré con la verticalidad de una gran pared firmada por este arquitecto y que ahora entiendo en su total dimensión porque puede haber iglesias por todo el territorio español pero no como estas vallisoletanas, o al menos eso me pareció todo a mí, los castillos, las iglesias, los museos, siempre proyectados en Valladolid hacia el cielo. También me asombraron esos grandes agujeros que hace Campo Baeza para que caiga la luz dentro, como si también para la luz existiera la gravedad y pudiera caer, igual que en una trampa, con sus brillantes granos de reloj de arena.
Tiempo, gravedad y luz en un mismo espacio gracias a la piedra.
Las casas del centro de Valladolid, como para no quitarle importancia a nada que la tenga, se quedan en tres o cuatro plantas, con una gracia muy sobria de balcones y de galerías que te hacen caminar siempre con el mentón un poco alzado de manera que, aunque visitante, pudieras también tú avanzar con orgullo por esta ciudad que se describe al principio de “El Hereje” rodeada de huertas y de viñedos.
Cenamos en “La Criolla”, donde pude contemplar tras un cristal una suerte de altar a Miguel Delibes, con todo lo que a él le gustaba, la familia, los amigos, el vino, los libros, las perdices, alrededor de una gran foto con esa sonrisa suya, verdadera, tras una puerta partida con la oscuridad de un pasillo al fondo. ¡Qué bien se bebe y se come en Valladolid! Da igual donde entres, el pincho que tomes, una sepia con alioli, una croqueta, una sopa de ajo en un cuenco de barro que es justo lo que te faltaba de calor en el estómago.
Todo lo que vi y viví en Valladolid el pasado fin de semana resulta inabarcable para un papel tan llano como este sobre el que escribo, el Museo Patio Herreriano de Arte Contemporáneo con la exposición fotográfica de Sarah Moon, o los dibujos del vallisoletano David Aja, ¡qué gran dibujante!, para terminar con la visita a Urueña, la Villa del Libro, donde está la Fundación Centro Etnográfico Joaquín Díaz y luego seguir hasta el Monasterio de Santa María de la Santa Espina, en cuyos alrededores cazaba patirrojas Miguel Delibes.
Lo mejor fueron los amigos que nos guiaron y acompañaron: Teresa y Juan Carlos, María y Jorge, Margot y Ricardo: muchas gracias.
Queda tanto por ver, y tan poco tiempo.
Porque en Valladolid el tiempo no se detiene, vuela mientras las piedras esperan a que nosotros, también pasemos de largo.
Mónica Fernández-Aceytuno