NOSTALGIA DE ARENA

NOSTALGIA DE ARENA

La primera voz que recuerdo ha-

ber escuchado en mi vida es la

voz de mi padre: “¡Niños, tapa-

s, que llega el síroco!”. Un segundo

después, mis hermanos y yo éramos

unos ovillos en el asiento trasero de un

Jeep,la cabeza entre las rodillas, es-

randa un ruido que todavía no he

olvídado: el golpear de la arena con-

tra la lona que nos tapaba, el sonido

del siroco: esa mezcla de viento y de

arena que despertó mi oído.

Y mi vista: puedo ver, casi como si lo

viera ahora, el naranja y el verde

de un albornoz a rayas. Y un cubo lleno de agua de mar y de almejas vivas, con los sifones fuera, dándose un banquete de

plancton secuestrado mientras una

langosta paseaba por la mesa de la cocina.

Las olas de la playa de la Sarga, y

mi abuela Mary pescando bailas -lu-

nas- tan sólo con una liña, es lo úl-

no que recuerdo del Sáhara. Todo

demás vive en la memoria de mi

madre, y estuvo en la de Mary cuan-

recordaba los días del año treinta

tres en los que descansaron en su

casa Charles Lindbergh y su mujer,

Anne, durante ese viaje que empren-

dieran alrededor del Atlántico para

distraerse después de la desapari-

ción de su hijo. Recorrieron la costa

africana con su hidroavión Tingmis-

sarrtoq, cuyo significado en lengua

esquimal es: “el que vuela como un

pájaro”.

No son mis recuerdos: son los de

mi padre en sus novelas y sus libros

sobre el Sáhara, donde compara el si-

roco con una de esas plagas de langosta

gregaria que es la peor calamidad

para los nómadas del desierto porque

engulle, en cuestión de segundos, todo

el alimento vegetal de su ganado.

Como el siroco, suben los enjambres de langosta

en espiral hasta los cielos y bajan a

ras de tierra al atardecer; es entonces

cuando pierden violencia, y se distiende

el siroco en nubes de finísimo grano

no; y la langosta, en plaga que se cal-

ma con el ocaso. Los nómadas, antes

de viajar hacia cualquier lugar que

los aleje de las zonas castigadas, per-

siguen, cazan y se apoderan a esa ho-

ra de todas las langostas que pueden,

y se las comen después de asarlas so-

bre unas brasas.

No soy yo la que habla de la “haba-

ra” -la avutarda- de las tierras cubiertas

con gramíneas. Ni del avestruz,

o de las tórtolas, tan abundantes

que, a las horas de calor sofocante se

arraciman bajo la sombra de una “tal-

ha”, un árbol que crece en el Sáhara

inclinado por la acción del viento do-

minante norte-sur. Con su madera los

saharauis hacen enseres y aperos de

labranza, y también la utilizan para

leña, y para la sombra y el descanso

que comparten con las tórtolas.

No he visto en mi vida esa gran co-

lonia de foca monje que vive en la cos-

ta atlántica del desierto, a pocos kiló-

metros de La Agüera, en la zona de

las cuevecillas, donde nacen a oscu-

ras las crías negras con un medallón

blanco en el vientre. Desde el cantil,

se contempla un paisaje impresionan-

te de desierto y de playa, de focas que

toman el sol todo el día, o se bañan en

el mar, o pescan.

No he vuelto al Sáhara, ni creo

que vuelva nunca; ya sólo me quedan

las palabras de mi padre, y una

nostalgia que aparece cada vez que oi-

go de noche la lluvia golpeando el

pasto. Como si fuera arena .

Mónica Fernández-Aceytuno

Blanco y Negro 21-3-1999

Fondo de Artículos de

www.aceytuno.com

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