SIEMPRE ESPERANDO

SIEMPRE ESPERANDO

Está amaneciendo y sobre la hierba hay escarcha. Un cuervo camina por un campo donde no ha caído la helada, y en las ramas de los castaños, deslucidas por el día, siguen colgadas las luces de Navidad.

Pasa la pescadera con su furgoneta y me ofrece jureles y judías verdes y peras rojas. Parece primavera, dice. Y es verdad, si no fuera por los adornos de Navidad, parece primavera. Tengo que quitarlo todo hoy mismo. Además, tampoco tuvieron mucho sentido, al volar mi marido en Nochebuena.

Me gustaría que se viera lo que trabaja. Hay más servicio público para sobrevolar el Atlántico la noche de Nochebuena que para cruzar Madrid de Oeste a Este. No hay taxis. Ni reservas a partir de las veinte horas, por lo que tengo que agradecer, se lo prometí, al señor de la Fuente, de Radio Taxi Gremial, que se ocupara de que alguien nos llevara esa noche al aeropuerto.

A los pilotos les gusta contar un chiste en el que se pregunta cómo se sabe quién es el piloto en una fiesta de mil personas. “No se preocupe: él se lo dirá”. Puede que sea ese precisamente su mayor privilegio: poder decir que son pilotos. Lo demás es trabajo.

Un trabajo casi tan solitario como el de la escritura. Solitario y hermoso como el del farero, el torrero mirando al mar, así van mirando al cielo, de noche, cruzando el océano, las estrellas más cerca que nunca, y sólo una voz de vez en cuando rasga el silencio con sus rugidos, mientras la luna sale anaranjada entre las nubes.

En la mañana de Reyes, fui a buscarle temprano al aeropuerto de La Coruña. El avión que le traía pasó volando por encima de mi coche, justo cuando cruzaba la ría de El Burgo.

Al bajar, me saluda de lejos. Viene de uniforme y arrastra una maleta y la cartera de vuelo. Y se arrastra él mismo para alcanzar, por unos pocos días, su techo, su almohada, su horario, su casa, su vida. Sé de qué parte del mundo viene, las horas de vuelo que lleva encima, a las que añade este salto hasta Santiago o La Coruña para que yo vea amanecer en el campo. Y lo escriba.

Ya no soy guapa, ni los niños son niños, pero me sonríe y dice: “qué guapa estás, ¿qué tal los niños?”. Te están esperando.

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