EL OÍDO DE LOS PECES Esta tarde, después de comer,…
Sol sentado en el sillón
Buenos días desde Galicia.
¡Qué maravilla es estar por aquí con el sol entrando por la galería!
Y con este aire seco, tan extraordinario, que seca la ropa tendida a toda velocidad.
Me hizo gracia cuando estuvimos hace unos días en Santilla del Mar, en Cantabria, ver la ropa en los balcones, con grandes bolas de hierba del aire al lado, como si bebieran en el aire de la humedad de la colada.
Os dejo algunas fotos de las que saqué durante nuestro paseo, además de las cosas que escribí en su día sobre la hierba del aire y la ropa.
Un fuerte abrazo para todos,
Mónica
CRECER DE LA NADA
Hay una planta que vive colgada en los tendederos, al lado de la ropa. A veces, con la misma cuerda con la que se atan los sacos de harina, se cuelga como un farol esta planta en el tendal o bajo las parras o en cualquier alpendre donde le de el aire, que es lo único que necesita para seguir viviendo.
El aspecto no puede ser más raro; ni más corriente. No es difícil verla en cualquier pueblo o ciudad bebiendo el agua que emana de la colada. Parece una bola de pinchos y, sus hojas, siendo mucho más finas, recuerdan a las de la piña tropical, con la que guarda un cierto parentesco. Hace unos días, Antonio, el de los cestos, me regaló un trozo de esta planta a la que llaman hierba del aire.
Un sólo pedazo, colgado de otra cuerda, desarrolla la planta completa, y así se trajo del nuevo mundo, llegándose a bautizar también con el nombre de musgo español. Jamás hubiera llegado hasta mi casa, cruzando el mar y el tiempo, sin tantas manos que la fueron partiendo con los ojos asombrados por ese crecer de la nada.
MI TENDAL
Mi tendal es un pentagrama donde cuelgo la ropa.
De madera de eucalipto, prieta y grisácea, está hecho a mano por un vendedor de feria y consiste en varias cuerdas que son cabos de velero unidos por dos palos en forma de “T” con la altura de mis brazos en alto, lo cual me obliga a mirar siempre hacia arriba, y a ver un pedazo del cielo, entre las sábanas blancas, cuando tiendo la ropa.
Pero, como me parece que la visión de la ropa tendida es casi lo mismo que andar sin ella, he vestido el tendal con un seto de avellanos, y ya tienen el fruto verde, estrellado y minúsculo, pues en primavera está hecho casi todo el trabajo del otoño, y a estas avellanas ya sólo les queda crecer y madurar con los días. También hay un laurel que ya tiene las hojas nuevas, claras y tiernas, y que como el resto de las hojas de este arbusto sólo huelen a laurel por el tacto, es decir: si las tocas, o las roza la ropa con el viento.
Se enraíza a la tierra el tendal con dos zapatas de cemento, cubiertas con el resto del suelo por un césped muy fino y varios tréboles que no fueron sembrados, ya que la naturaleza quiere siempre dar la última pincelada a todo lo que hacemos. El cable de la farola que alumbra de noche el tendal y que en principio se hizo para llevar la luz, sirve por el día de percha a los pollos de golondrina y mientras tiendo la ropa, que es un tarea soleada, solitaria y silenciosa, los veo y los oigo ensayar con torpeza sus primeros cantos y vuelos. Se diría que este año son más pequeños y delgados: puede que haya menos insectos en el aire.
Como un agricultor, desde que tengo tendal, ando siempre pendiente del tiempo y de cómo se notan las variaciones del día en la colada. Si hace sol, las toallas se quedan ásperas, calientes y secas como una piedra. Y si pasan allí la noche, se empapan de rocío igual que las mentas.
A veces salgo a oscuras y la ropa blanca fosforece bajo la luz de la luna, y mientras le quito las pinzas se oye cantar a las ranas y a los grillos, y se ve pasar a las estrellas, silenciosamente, sobre los cordeles de mi tendal atado al mundo.