vega.

f. Terreno cercano al curso de un río que puede inundarse.

Al fondo de la vega, se ven los secaderos.

Están construidos a dos aguas y dos alturas, a veces tres, de una sencillez abrumadora, alargados como un andén, y con las ventanas tapiadas con ladrillos, uno sí y otro no, para dejar pasar al aire.

La vista se cuela de lejos por las cuadrículas de los agujeros para imaginar la luz, haces de luz, cubos luminosos en la sombra, por dentro.

Son casi todos rojizos los secaderos, de paredes sin pintura en donde no hay más gracia que la del ladrillo en las ventanas, aunque hay algunos, muy pocos que yo haya visto, pintados de blanco, y con las ventanas haciendo rombos, y en casi todos un gran portalón metálico pintado de verde claro, algo oxidado, por donde entra el tabaco fresco y por donde sale ya sin agua, al colgar las hojas con los pies en el cielo; que la planta se salva de la sequedad que da el paso del viento, llevándose a manos llenas el agua, sólo si tiene los pies en la tierra.

Es tal la uniformidad, aquí y allí de los secaderos, que se diría que un arquitecto hubiera establecido: así son los secaderos de tabaco y todos, sin rechistar, con el habla seco, le hubieran seguido.

Se ve que ya no se utilizan tanto para secar sólo el tabaco como antes, porque hay alrededor ganado, y mucha maquinaria, como si ahora sirvieran de alpendre para guardar todas esas cosas que va generando, como una cosecha de inventos, el campo.

Yo no conocía este aspecto de Extremadura, aunque había oído hablar de él, al tener un cuñado que viajaba por la Vera y compraba el tabaco a estos agricultores extremeños para luego llevarlo, una vez seco, a una fábrica de Zamora donde también se cultivaba el tabaco en las vegas de las dehesas en las que daba una planta más alta que una persona y una flor que lo mismo era rosa que blanca, y que recuerdo parecida a la flor de las adelfas, también desprendiendo algo de aroma.

Los secaderos por la Vera, los divisas al fondo de un campo, todavía encharcado, por donde el cielo ve pasar sus nubes.

Es imposible no mirarlos, quizás porque están solitarios, con la tierra abajo, y el arbolado y los montes encima, con muy poca inclinación la tapadera que es el tejado claro y oscuro según se fue llevando, o dejó, las tejas viejas el viento.

Algunos de estos tejados aparecen algo levantados con respecto a la fachada, como para que entre el aire también bajo la lluvia, o como para que mire un gigante qué hay dentro.

Están llenos de misterio los secaderos.

¡Cuánto me hubiera gustado parar el coche y entrar en uno de ellos!

Hay tantas cosas que yo quisiera mirar cuando paso por un lugar que si me detuviera no llegaría a ninguna parte.

Daría lo que fuera por ver un secadero en una noche despejada de luna llena.

Y su luz entrando con el espíritu del aire.

Mónica Fernández-Aceytuno
republica.com, 2016

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