Llueve en París sobre las mesas redondas, como gotas, de…
Wallace
Creo en el azar pero no en las casualidades.
Eso pienso mientras leo un libro tan viejo y a la vez tan nuevo, tan poco transitado por otros ojos, al menos este ejemplar usado que yo tengo, que sus páginas se quiebran como un barquillo cuando intento doblarlas para señalar algo que me ha gustado. Y casi todo me gusta en este libro de Alfred Russell Wallace (1823-1913): “Viaje al Archipiélago malayo”.
Está lleno de inocencia y de verdad, de experiencia propia, que es siempre una experiencia única, porque únicos somos cada uno de nosotros. Por otro lado, no hace una fría descripción de la Naturaleza que se va encontrando por las distintas islas de este archipiélago sino que observa también a las personas, incluso la manera de vestir o de no vestir, poniendo en relación sus actividades, como la corta de madera, con la abundancia de los insectos que recolectaba. Nos cuenta también lo que le pasa. Las fiebres que contrae, los sustos que se da cuando descubre una pitón en el techo de su cabaña, las penosas condiciones en las que realiza sus exploraciones, la manera en la que desolla orangutanes (que él llama mías) para poder transportarlos. Observa que viven los orangutanes en los lugares más húmedos y palustres, la forma en la que avanzan agarrándose con las manos por las ramas de los árboles como una persona que corriera por el suelo pero apoyándose en sus dedos prensiles, y cuantas veces hacen la cama y se tapan los orangutanes con hojas y frondes de helechos para dormir hasta que la llegada del día seca el agua del rocío que los moja.
No es de extrañar que fuera aquí donde se diera cuenta de las barreras biogeográficas que había establecidas para la fauna y flora de la zona, ni que en una noche de fiebre se despertara con la teoría sobre el origen de las especies en la cabeza, pensando que nada de lo que está vivo ha surgido de un vacío sino que cada especie procede de otra que le es contemporánea:
“Toda especie cobra existencia de modo que coincide en el tiempo y el espacio con otra preexistente y muy emparentada con ella”.
Entonces escribe a Darwin un manuscrito con su teoría. Y Darwin, como por contagio, se pone enfermo de dudas al recibirlo en su casa y escribe a su vez a sus más influyentes amigos para preguntarles qué hace, y que sean ellos quienes decidan publicar finalmente en la Sociedad Linneana el manuscrito de Wallace pero con otro de Darwin y una carta de éste a un botánico, como si no hubiera, igual que con las especies, un pensamiento preexistente.
Darwin, a mi parecer, vio escrita su idea sin cristalizar en un espejo, y ese espejo era Wallace. Porque dos ideas como dos hojas es imposible que caigan a la vez y en el mismo y exacto lugar del mundo, por mucho azar que haya.
Quién sabe si pertenecer a una familia humilde y numerosa, el octavo de nueve hermanos, le hizo entregar a uno de los padres de la ciencia algo tan valioso como lo que, entre fiebres, rodeado de una naturaleza feraz, que es la que habla más en susurros, había Wallace soñado.
Al año, cayó como una losa sobre la idea de Wallace la obra cumbre de Darwin “El origen de las especies”, repleto de experiencias ajenas como las del español Félix de Azara en la América Meridional.
Y ya todo fue darwiniano.
Mónica Fernández-Aceytuno